No tuve miedo; lejanamente distinguía la voz imperativa de una mujer diminuta, imágenes difusas en los escasos recuerdos.
Un par de placas heladas en mi pecho y mi propio alarido apaciguó a la mujer. No puedo determinar cuánto tiempo pasó. Mis manos se aferraron cada instante, aún siento dolor en el pecho, no puedo abrir los ojos pero puedo escucharlos, algunos de ellos se preguntan que falló y otros simplemente se retiran del lugar, indiferentes como con otros tantos.
En los últimos instantes, perdura la imagen de aquella mujer desconocida y un tanto inquietante.
Ésta vez temo que la llave es la correcta.
Para ti, Luz Elena